Las paredes no sólo oyen sino que también nos miran. Con la profusión de cámaras de seguridad, sistemas de geolocalización y dispositivos portátiles de comunicación, crece la sensación de que estamos “bajo control”.

Dejamos huellas de casi todo lo que hacemos y es posible rastrearnos donde quiera que vayamos. Quizás ya no exista más la posibilidad de sumergirse en un dulce anonimato sin cables huyendo a una isla desierta, por ejemplo. Ni siquiera como una fantasía más o menos verosímil, puesto que no quedan rincones del planeta donde no se nos pueda ubicar, incluso porque difícilmente lo soportaríamos: ¿acaso seríamos capaces de vivir desconectados? De modo que no se trata solamente de un control externo e indeseado, como un ojo vigilante y autoritario, un poder supremo e invasor de una privacidad individual que se intentaría preservar a toda costa como un derecho inalienable. Además de ese temor difuso, que cada tanto provoca tenues reacciones escandalizadas, lo que más crece es otra cosa: un deseo de exponer la propia intimidad haciendo estallar las antiguas válvulas protectoras simbolizadas por el pudor, el recato, las persianas y los cerrojos.

Cada vez más, todo aquello que antes se preservaba como un valioso tesoro que las miradas ajenas jamás podrían macular, ahora desborda los límites del espacio privado para proyectarse en múltiples pantallas.

Cuando una actitud que es funcional a un modo de vida se transforma en deseo, entonces la “obligación” se hace más plena y eficaz. No lo hacemos obedeciendo a una norma represiva que nos subyuga sino porque queremos, porque nos gusta y nos da placer, quizás incluso porque ya no seríamos capaces de dejar de hacerlo aun si quisiéramos. Pero esa cotidiana devoción no deja de implicar cierta necesidad: un precepto al cual nos sometemos porque este es el presente que nos ha tocado vivir, como una tiranía de época que nos presiona para insuflar ciertos comportamientos e inhibir otros. Así se estimulan, por ejemplo, las ganas de conectarse, comunicarse, confesarse y mostrarse todo el tiempo, y de ese modo nos volvemos compatibles, no sólo con los más diversos aparatitos a los cuales nos conectamos, sino también con las alegrías y penurias del mundo contemporáneo.

Como explicar, si no, nuestra dependencia psicofísica de artefactos como el teléfono celular, que se lleva a todas partes y está siempre titilando, o la manía de chequear mails compulsivamente, o bien el hábito cada vez más común de reportarse varias veces por día en las redes sociales de Internet, para contar a millones de personas lo que uno (no) está haciendo y cerciorarse de todo lo que (no) hacen los demás. Cada vez más gente narra episodios de la propia vida en un blog o en programas de radio y televisión, además de publicar fotos y videos considerados “privados” en diversos sitios de la red, o se exponen frente a una webcam siempre encendida para revelarse en vivo y en directo.

Esos son solo algunos de los canales que hoy permiten exhibirse ante millones de ojos extraños y, al mismo tiempo, nos dejan espiar abiertamente a quien quiera que sea. Ya no es necesario participar en un reality-show, ni tampoco quejarse por el exceso de control que parece acosar nuestras vidas privadas.

Tanto en Internet como fuera de ella, hablamos y nos mostramos con puntillosa avidez, voluntariamente. No toleramos más algo que hasta hace poco constituía el combustible vital para la edificación del yo: silencio y soledad, precisamente, aquel dúo otrora tan preciado, que sólo lograba desplegarse a gusto en lo más íntimo del espacio privado. Moraleja: no soportamos más estar a solas con nosotros mismos.

No se trata, por tanto, de una mera cuestión tecnológica: si hoy hay cámaras por todas partes, incluso en nuestros bolsillos y habitaciones, y si vivimos en la era de Google Earth,Gran Hermano y WikiLeaks, no se debe tan sólo a los avances tecnocientíficos que tanto nos seducen y maravillan.

En realidad, las causas de ese fenómeno son más inextricables: en una cultura que enaltece la visibilidad y la celebridad para “ser alguien”, dudamos de nuestra propia existencia si nadie nos ve.

Por eso inventamos todas esas maquinitas, y por eso nos gustan tanto que pueden llegar a hipnotizarnos o asfixiarnos, causando más de un problema. Si la sociedad espectacular nos ha liberado de ciertos pesos y culpas que eran fundamentales en el universo intimista decimonónico, también nos ha vuelto muy frágiles: dependemos de la mirada de los demás para existir. Necesitamos cámaras que nos filmen, artilugios que nos rescaten del mutismo. Por eso hemos logrado que las paredes oigan y vean, por eso pululamos espasmódicamente en la virtual ingravidez de las pantallas cada vez más omnipresentes. La intimidad, al menos en aquella anticuada versión protegida con cortinas y pudores, tal vez haya dejado de tener sentido.